CAPITULO 1.
El regreso.
10 de Octubre de 2010.
—Hola, Melisa— le habló su madre con voz afanada—. ¿Tienes internet cerca? Prende la W de Julito. —No mamá, voy por el campus a una clase. ¿Qué pasó? —le contestó mientras miraba ansiosa su reloj. En Nueva York eran las once de la mañana, no estaba para emisoras ni para noticias. Iba con algo de retraso a clases.
—Lo soltaron, hija.
Melisa casi suelta el celular. Trató de hablar pero fue imposible, tragó en vano varias veces pero parecía que un nudo se había instalado en su garganta y no pensaba ir a ningún otro lugar. Un escalofrío le recorrió el cuerpo y el alma. “Dios bendito, Dios bendito” susurró con los ojos cerrados mientras trataba de calmarse.
Estaba en medio del campus. Era el inicio de la estación que muda la vida y renueva los colores, los olores. Así lo atestiguaban los arboles de diferentes matices que iban del amarillo al naranja pasando por todas las tonalidades intermedias, y también el crujido de las hojas en la grama. A pesar del frío, el cielo estaba despejado y algunos rayos de sol se colaban por entre los arboles haciendo brillar aún más el hermoso paisaje.
“Gracias Dios, gracias Dios”, repetía en una letanía sin final. A la alegría por su liberación se sumaba una honda tristeza, que aún hoy, después de más de dos años, le tenía el corazón en un puño y la vida en suspenso.
—Responde, di algo. ¿Estás bien?
Silencio.
— No debí haberte dado la noticia de sopetón. Tú padre me va a matar.
—Estoy bien mamá— abrió los ojos y por un momento todo dio vueltas—. ¿Él está bien?— preguntó con la garganta aún seca de la impresión.
—Sí. Lo entrevistaron y hoy mismo vuelve a su ciudad.
—Me alegro, ahora tengo que colgar— le dijo en un susurro entrecortado—. Te llamaré esta noche.
Sin perder tiempo se dirigió a la cafetería más cercana del campus de la Universidad de Columbia. En el camino tropezó con algunas personas que no alcanzó a ver, sus ojos anegados de lágrimas le nublaban la visión. Entró en la primera cafetería que encontró y con rapidez pasmosa se ubicó en la primera silla con que se tropezó. Pidió un café y con manos temblorosas abrió el ordenador y lo conectó a Internet mientras se quitaba la chaqueta. Balanceaba el pie sin descanso a la espera de la dichosa señal. ¡Por fin! exclamó cuando apareció el buscador y se puso a buscar afanosamente noticias de Colombia.
Repitió el video de la noticia una y otra vez, como si pudiera evidenciar algo más de lo que la filmación le mostraba. Perdida ya el alma en la incertidumbre y con el corazón derretido, delineó con el dedo la imagen que le devolvía el computador. Sus propias mejillas estaban bañadas en lágrimas.
Cerró su ordenador sin saber si habían sido minutos u horas los que pasó con la mirada fija en la imagen. Por fin se dirigió a clase, había dejado el café intacto sobre la mesa.
—¿Y ahora qué? —se preguntó, mientras atravesaba la puerta de la facultad. La cátedra de hoy era sobre personajes de la literatura infantil, merecía toda su atención. Pero no pudo concentrarse, la situación la superaba. “Tienes los ojos más asombrosos que he visto en mi vida”. La frase irrumpió en su mente sin pedir permiso, como le sucedía algunas noches, cuando las defensas estaban bajas e irrumpían los recuerdos. No, no se permitiría una emoción así. Estaba segura de que todo estaría bien, de que él volvería a la vida de millonario repleta de modelos y mujeres hermosas, sin tener siquiera un pensamiento de caridad hacia ella.
Resignada a tener que pedir apuntes más tarde, salió de clase. Camino a la biblioteca, un hombre de ascendencia latina la llamó:
—Melisa.
—Hola, Raúl.
La verdad era que no quería hablar con nadie. Lo único que deseaba en aquel momento era que la dejaran en paz.
— ¿Puedo acompañarte?— Melisa no dijo nada y él caminó al lado de ella—. ¿Qué te pasa?— le dijo, algo preocupado—. Estás pálida y con una mirada… ¿Recibiste malas noticias de Colombia?
—No, no. Más bien son buenas noticias. No me pasa nada— le dijo mirándolo con cariño. Raúl era un becario, un muchacho atractivo, alto, de cabello negro y largo recogido en una coleta.
— ¿Si son buenas noticias por qué estás como si hubieran apaleado a tu gato?
—No estoy así. Además no tengo gato— le soltó impaciente por librarse de él. Lo único que quería era enterrarse en un hueco y no salir jamás de allí.
—Está bien. Te conozco y sé que deseas estar sola. Te dejo, adiós— se despidió agitando su mano.
—Raúl, espera
El chico frenó en medio del pasillo.
—Discúlpame. No es nada personal, mañana estaré mejor ¿Me perdonas?— lo miró con sus ojos azul aguamarina que aún hoy, años después de lo ocurrido, tenían un deje de melancolía.
—Solo si mañana a la noche vienes conmigo donde Joe`s a comer pizza— le preguntó mirándola ansioso.
—Está bien, acepto —dijo mientras se iba alejando—. Adiós, Raúl.
Barranquilla
—Mamá, de verdad, estoy bien.
Trataba de convencer a su madre que aún lloraba y le daba gracias a Dios por tener a su hijo de vuelta después de dos años de secuestro.
Estaba recluido en una clínica del norte de la ciudad, atendido con todos los lujos a los que estaba acostumbrado.
Se les acercó un hombre de edad.
—Deja en paz al chico, Amalia —dijo.
Era la versión más vieja del apuesto hombre que estaba en la cama con una bolsa de suero y conectado a un aparato que leía las funciones de su organismo. Menos mal que no podía leer la amargura y la rabia que habitaban en su alma, y que solo ahora estaban aflojando.
Gabriel Preciado Lavalle, no acababa de comprender lo que había pasado.
Esa mañana se había levantado en la madrugada después de soñar con María mulatas y alcatraces; él volando al lado de ellas hasta llegar al jardín de la casa de sus padres. Se acercaba su cumpleaños número treinta y cuatro y estaba más nostálgico que de costumbre. Le pasaron un pocillo de café negro con panela.
—Tenga hombre, que se enfría— le recibió el pocillo a su captor, un guerrillero de no más de veinticinco años, era trigueño y bajito con el pelo liso, largo y la barba rala. Se llamaba Carlos y era la mano derecha del comandante guerrillero del séptimo frente de las FARC, uno de los grupos al margen de la ley, más sanguinarios del país.
— Nos pondremos en camino, parece que hay movimiento— no le dijo más, y se alejó pisando el fango con sus botas pantaneras. Era plena selva, con arboles inmensos, lluvias eternas, fango resbaladizo y animales que ni sabía que existían. Había tenido paludismo hacía seis meses y ahora lo aquejaba la leishmaniosis. El día estaba nublado y el índice de humedad saturaba el ambiente, la camiseta que llevaba lo atestiguaba y se percató de que ese día tampoco se secaría la ropa que había lavado en la orilla del rio el día anterior. Compartía sus dos años de cautiverio con un político importante de la región del Huila. Un hombre de cuarenta y cinco años, aficionado al ajedrez
—Buenas, Gabriel. Hoy es la revancha – le soltó el hombre con ánimo festivo.
En ese preciso momento todo se desmadró en el campamento. Había apenas cuarenta guerrilleros cuidándolos cuando entraron los hombres del grupo élite del ejército. Eran como cien, con las caras pintadas de verde y los cascos compuestos de hojas. Inmovilizaron a todos los guerrilleros, se acercó un hombre joven, armado hasta los dientes.
—Tranquilos, somos del Ejército Nacional. Desde este momento están libres.
—Libre, libres, libres— las palabras le retumbaban en el oído—. La pesadilla había terminado, una pesadilla de dos años de duración. Como alelado, se acercó al hombre y lo abrazó. Algo aturdido, observó el sitio en el que había estado confinado durante meses, los diferentes cambuches donde pernoctaban él y el otro secuestrado, las tiendas y ranchos donde dormían sus captores, el fogón de leña con la olla de la sopa que comerían ese día tirado en el piso y un perro lamiendo las sobras, todo destrozado. Percibió el olor a leña y a selva. En ese momento quiso tener una antorcha y prenderle fuego a ese espacio cruel y violento de su vida.
Respiró profundo.
Un soldado con mirada de pesar le quitó el candado con la cadena que tenía anudada al cuello y después, como en un sueño, empezaron un recorrido de cuatro kilómetros de trocha. Habían sido separados de los guerrilleros capturados. A modo de despedida, y sin mirarlos siquiera, Gabriel levantó el dedo medio por encima de su cabeza.
Seguían una cuadrilla de soldados especializados en detectar minas antipersonales. Los guerrilleros tenían la costumbre de sembrar de minas los alrededores de cualquier campamento para evitar fugas, deserciones o incursiones del ejército como la que acababa de tener lugar. Pero Gabriel sabía que no iban a encontrar minas. Este frente era perezoso y descuidado. Los había estudiado, esperando su oportunidad de escapar, pero la operación le evitó el escape.
Caminaron hasta un claro en medio de la selva donde los esperaba un helicóptero para llevarlos hacia la libertad.
Lo internaron especialmente en una clínica para que lo atendiera su médico de confianza, el Dr. Ricardo Méndez. Si los resultados de los exámenes salían bien, al día siguiente le darían de alta y podría volver a su hogar.
Estaba ansioso por recomenzar su vida en el punto en que la había dejado. El problema era que no estaba seguro de cuál era aquel punto, porque un golpe en la cabeza al momento del secuestro había borrado sus recuerdos y no los ubicaba hasta unos tres meses antes del hecho. En la selva poco pudo hacer, tratando de sobrevivir día a día. Pero ahora el médico podría hacerle un estudio profundo. Sus padres le habían insistido que viajara a Suiza para un mejor diagnostico y tratamiento, pero él creía en los profesionales de su región.
Se había dado una larga ducha, trataba de desprenderse el hedor a selva, a animal cautivo. Después intentó dormir. Le costó trabajo. Dos años sin pegar los ojos en una cama decente pasaban factura a su cuerpo. Observó la habitación, con dos sillones, un sofá, un televisor pantalla plana y un ramo de flores en una mesa esquinera. Lujos que le habían sido vetados durante casi dos años. Sonrió irónico al tomar el control del televisor y hacer un recorrido por los diferentes canales.
Entró una enfermera en la habitación y al ver que no lograba conciliar el sueño, por orden del médico le suministró un sedante suave y pronto volvió el sueño de siempre.
Está en una casa en la playa. En un tronco a la orilla del mar hay una mujer sentada.
Puede observar su espalda blanca como el nácar y su largo cabello negro y liso. Él se acerca poco a poco para acariciarla. Lo que más le impacta del sueño son sus sentimientos hacia ella. Son sentimientos de dicha, de posesión, de ternura. Nunca se ha sentido así en su vida. “Mírame” le dice su mente, “mírame, por favor” y en el momento en que el rostro de la mujer voltea despacio adivinando su presencia, logra captar su boca voluptuosa y se despierta enseguida.
Sudando, Gabriel le preguntó a la noche:
–—¿Quién eres? ¿Quién eres? ¿Por qué te escondes de mí?
En ese momento entró una enfermera y le dijo:
—¿Se siente bien don Gabriel?
La joven se acercó, le tomó el pulso y, antes de ponerle un termómetro en la boca, Gabriel respondió:
—Fue solo un sueño.
Ay chica, me dejaste en vilo. ¿Y ahora qué? Esto como sigue...
ResponderEliminarDolores me alegra haberte dejado con ganas de leer mas.
ResponderEliminarUn abrazo.
Una vez mas debo decir que eres mi escritora preferida!!! Espero con mucha ansiedad tu próxima novela.
ResponderEliminarEl secuestro de un gran amor es excelente espero verla pronto publicada
Me ha gustado mucho tu primer capítulo, vas a publicar mas ¿verdad? Espero los otros de verdad que si te decides a publicarla amiga, te va a ir bien. Sobre todo porque habla de una realidad, que es la situación en la que está el país y dentro de todo esto pones una historia de amor, vas a ver como a la gente le gusta.
ResponderEliminarQue chévere amiga.
Un abrazote.