Sinopsis.
Melisa y Gabriel afrontan de nuevo el reto de estar juntos después de todo lo ocurrido. Sin embargo, el peso de sus sufrimientos y el tiempo que estuvieron separados, todavía se interpone en la relación. Empieza el verdadero caminar, donde las inseguridades y los temores van de la mano de un inquebrantable amor. Se renuevan promesas y sentimientos.
En el epílogo de esta historia Melisa y Gabriel, como el Ave Fénix, resurgen de las cenizas y se reconcilian con el pasado, para dar la bienvenida a la nueva vida que les espera.
Y ahora un pequeño adelanto...
LA UNIÓN
Gabriel
sabía que Melisa estaba molesta. La notó seria y distante en el momento de la
cena, picoteó algo de comida y bebió dos copas de vino de más. A ese paso se
pasaría de tragos. Su esposa no estaba acostumbrada a beber licor. Entonces, se
dio cuenta de que Melisa entabló conversación con un hombre joven que estaba
sentado a su lado. La escuchaba reír mientras hablaba con un amigo de su padre
sobre las canchas de golf de un nuevo club. Intentaba darle celos, le haría
pagar a él, el comportamiento de Delia. Lo había logrado, el malgenio le había
puesto los músculos en tensión. Quería sacarla de allí a rastras ante cada
carcajada que escuchaba.
Tan
pronto se dio por terminada la cena, Gabriel, sin esperar el beneplácito de
ella, la sacó del salón, les hizo señas al par de guardaespaldas y, en cuestión
de minutos, ya estaban dentro del coche. Cada uno guardó silencio por respeto
al chofer y al escolta que iba en el puesto de delante.
La
tormenta estalló tan pronto entraron al ascensor.
―¿Qué
era lo que te decía el imbécil que estaba al lado tuyo en la cena?
―Cosas…
―le contestó ella mientras se miraba las uñas.
―¡Eres
una descarada!
Melisa
levantó la vista enseguida.
―¿Descarada
yo? ¡Yo! El descarado fuiste tú y tu amiguita.
―No
me cambies el tema. Ese imbécil te estaba coqueteando y le respondías muy bien.
―Yo
no soy como tú. Parecías muy tranquilo con la mano de esa mujer en tu mejilla.
Melisa
observó las luces del ascensor. Deseaba llegar a la tranquilidad de su cuarto
cuanto antes.
―¿De
qué estás hablando? Y mírame cuando te hablo.
―Cuando
salí del baño los observé y los vi muy acaramelados. ¡Te reías con ella! ―gritó―
¡Con ella! La mujer con la que tuviste una aventura mientras yo estaba como una
soberana imbécil esperándote en Nueva York.
―No
sabía que existías.
La
puerta del ascensor se abrió y una Melisa sulfurada tiró el bolso en la primera
mesa con la que se tropezó.
―Sí,
esa es tu maldita disculpa siempre ―siguió hablando mientras caminaba a la
habitación. Gabriel la siguió―. ¡Pues no me sirve! No quiero ver otra mujer
rondándote, Gabriel, o no respondo de mis actos. Tú eres mío y yo no comparto.
Si deseas libertad entonces estás con la mujer equivocada y en ese caso es mejor
que cancelemos la boda.
Él
abrió los ojos sorprendido.
―Melisa,
ya estamos casados.
―
¡Ah! Ahora sí estamos casados. Ahora sí que te sirve la ceremonia a la que no
le encuentras validez.
Gabriel
cerró la puerta al entrar en la habitación. Ella se dio la vuelta con los
brazos en jarras y esperó a que él hablara. Gabriel estaba apoyado en la puerta
con las manos atrás, se había soltado el corbatín del esmoquin que le colgaba a
cada lado. «Es un hombre guapísimo», pensó Melisa en medio de su rabia, fuera
de serie. ¿Cómo no iban a ir tras él las demás mujeres? Detestaba las escenas
de celos, siempre había juzgado de forma dura las escenas de Gabriel; ahora lo
entendía. La herida de los celos era una sensación horrible. Al verlo tan
seguro de sí mismo sintió que le rechinaron los dientes. Melisa era una mujer
orgullosa, no quería que él evidenciara las inseguridades que la acongojaban
todos los días, pues a veces pensaba que no era buena para él. Pero ni loca le
haría saber lo que le atormentaba. Forcejeó con la cremallera del vestido, este
cayó a sus pies y dejó su cuerpo al descubierto, medias de liguero azul
transparente e interiores y sujetador a juego. Entró al vestidor a cambiarse,
pero la voz de Gabriel la dejó en su sitio.
―Déjate
las medias. Quítate todo lo demás, pero déjate las medias.
Entonces,
se giró furiosa y caminó hacia él.
―
¡Por Dios, Gabriel! Estamos hablando de la boda y de lo que pasó en esa dichosa fiesta y tú me hablas de mis medias.
Eres un retorcido.
―La
boda no está en discusión ―le contestó en tono de voz oscuro―. No tengo nada
con Delia ni con ninguna otra, y me molesta que coquetees con cualquier tipejo
en cuanto te sientes insegura.
―
¿Insegura yo? ―le interrumpió― ¡Estás loco! Yo no estoy insegura.
―Ja.
―Te
lo advierto y te lo repito, Gabriel ―hizo énfasis en las palabras sin dejar de
mirarlo―: no quiero que mires a nadie
más. Eres mío. No voy a permitir
que otra mujer te ponga las manos encima ―se sulfuró de nuevo―. Me molesta que
haya sido precisamente ella. Esa mujer te conoce, sabe qué aspecto tienes
desnudo. ¡Me enferma que la hayas tocado!
A continuación entró en el vestidor y salió con una
camiseta puesta. Se había dejado las medias.
«Bien», pensó Gabriel para sí. Sonrió
nervioso ante sus reclamos… y encantado. ¿Por qué no? Contento de ser por lo
menos una vez el que recibiera sus reclamos por celos. La parte de él que sabía
que tenía que compartirla con el mundo se regodeaba satisfecha al ver la furia
y la posesividad de su mujer, y en ese momento deseó llevársela a la cama y
demostrarle con hechos todo lo que sus reclamos obraban en él. Pero no podía. La
dejó explayarse mientras observaba el lóbulo de su oreja y se imaginaba posando
su boca en el o cuando llegara el momento de quitarle las medias y pudiera
acariciar su piel. En ese instante la llenaría de besos hasta detrás de las
rodillas, que había descubierto hacía días que era un punto muy sensible. Eso,
sí las ganas de poseerla no se atravesaban como si fuera un chaval.
―Ven aquí ―le señaló con voz ronca.
―Ven tú.
Él simplemente sonrió, caminó hasta ella y la atrajo a su
pecho. La notaba reticente.
―Me has hecho muy feliz este rato.
Ella lo miró confundida.
―Arrepentido no pareces.
―Me encanta tu reacción. Deseo que me celes, quiero que
me celes, nunca te guardes nada.
―Estoy muy molesta ―le dijo ella contra su pecho.
―Lo sé. Discúlpame si te hice sentir mal. No tengo nada
con nadie, solo existes tú ―le tomó la cara con las dos manos―. No sé qué me
sucede contigo, pero esto que sentiste ahora es lo que siento yo multiplicado
por cien, al ver que les sonríes a otras personas. Tengo celos de todos los que
te rodean, los que acaparan tu tiempo. Me alegra saber que no soy el único que
siente igual.
― ¿Por qué esa desconfianza? Yo nunca te faltaría, no
tengo ojos para nadie más. Así ha sido desde que te conozco. Eres el centro de
mi vida ¿Por qué no te das cuenta?
―Lo sé mi amor, lo sé. Es algo mío que tengo que
resolver.
―Sí, pero eso no quita hierro a lo que discutimos antes,
Gabriel. No quiero ver rondando a nadie alrededor tuyo. Esa mujer sabe cómo
eres cuando haces el amor. Dime algo, Gabriel. ¿Cómo te sentirías si yo hubiera
tenido un amante y me encontraras en actitud cariñosa con él?
Se le ensombreció la mirada.
―No querrás saberlo ―se alejó de ella, y se quitó la chaqueta
y la camisa en silencio. Ahora era Melisa la que lo observaba recostada en la
puerta. Ambos evitaban la cama. Él se acercó de nuevo a ella, deseaba
preguntarle algo, empezaba y declinaba la voz hasta que no se aguantó:
― ¿Hubo alguien en Nueva York?
―No ―respondió ella recordando el beso de Raúl.
―Contestaste muy rápido. No puedo creer que en todo ese
tiempo nadie se haya acercado a ti.
―Sí se acercaron, pero no me interesaba ninguno. Hubo un
amigo colombiano.
― ¿El amigo colombiano tiene nombre? ―El tono de voz era
tranquilo, pero con un sustrato tenso.
―Raúl Carvajal.
― ¿Qué pasó con él? ―preguntó con gesto crispado.
―Lo besé.
***
Y las dejo con la intriga de lo que pasa a continuación.