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miércoles, 31 de julio de 2013

La Unión (Adelanto)



Sinopsis.

Melisa y Gabriel afrontan de nuevo el reto de estar juntos después de todo lo ocurrido. Sin embargo, el peso de sus sufrimientos y el tiempo que estuvieron separados, todavía se interpone en la relación. Empieza el verdadero caminar, donde las inseguridades y los temores van de la mano de un inquebrantable amor. Se renuevan promesas y sentimientos.
En el epílogo de esta historia Melisa y Gabriel, como el Ave Fénix, resurgen de las cenizas y se reconcilian con el pasado, para dar la bienvenida a la nueva vida que les espera.








Y ahora un pequeño adelanto...
                                                   
                                                             LA UNIÓN

Gabriel sabía que Melisa estaba molesta. La notó seria y distante en el momento de la cena, picoteó algo de comida y bebió dos copas de vino de más. A ese paso se pasaría de tragos. Su esposa no estaba acostumbrada a beber licor. Entonces, se dio cuenta de que Melisa entabló conversación con un hombre joven que estaba sentado a su lado. La escuchaba reír mientras hablaba con un amigo de su padre sobre las canchas de golf de un nuevo club. Intentaba darle celos, le haría pagar a él, el comportamiento de Delia. Lo había logrado, el malgenio le había puesto los músculos en tensión. Quería sacarla de allí a rastras ante cada carcajada que escuchaba.
Tan pronto se dio por terminada la cena, Gabriel, sin esperar el beneplácito de ella, la sacó del salón, les hizo señas al par de guardaespaldas y, en cuestión de minutos, ya estaban dentro del coche. Cada uno guardó silencio por respeto al chofer y al escolta que iba en el puesto de delante.
La tormenta estalló tan pronto entraron al ascensor.
―¿Qué era lo que te decía el imbécil que estaba al lado tuyo en la cena?
―Cosas… ―le contestó ella mientras se miraba las uñas.
―¡Eres una descarada!
Melisa levantó la vista enseguida.
―¿Descarada yo? ¡Yo! El descarado fuiste tú y tu amiguita.
―No me cambies el tema. Ese imbécil te estaba coqueteando y le respondías muy bien.
―Yo no soy como tú. Parecías muy tranquilo con la mano de esa mujer en tu mejilla.
Melisa observó las luces del ascensor. Deseaba llegar a la tranquilidad de su cuarto cuanto antes.
―¿De qué estás hablando? Y mírame cuando te hablo.
―Cuando salí del baño los observé y los vi muy acaramelados. ¡Te reías con ella! ―gritó― ¡Con ella! La mujer con la que tuviste una aventura mientras yo estaba como una soberana imbécil esperándote en Nueva York.
―No sabía que existías.
La puerta del ascensor se abrió y una Melisa sulfurada tiró el bolso en la primera mesa con la que se tropezó.
―Sí, esa es tu maldita disculpa siempre ―siguió hablando mientras caminaba a la habitación. Gabriel la siguió―. ¡Pues no me sirve! No quiero ver otra mujer rondándote, Gabriel, o no respondo de mis actos. Tú eres mío y yo no comparto. Si deseas libertad entonces estás con la mujer equivocada y en ese caso es mejor que cancelemos la boda.
Él abrió los ojos sorprendido.
―Melisa, ya estamos casados.
― ¡Ah! Ahora sí estamos casados. Ahora sí que te sirve la ceremonia a la que no le encuentras validez.
Gabriel cerró la puerta al entrar en la habitación. Ella se dio la vuelta con los brazos en jarras y esperó a que él hablara. Gabriel estaba apoyado en la puerta con las manos atrás, se había soltado el corbatín del esmoquin que le colgaba a cada lado. «Es un hombre guapísimo», pensó Melisa en medio de su rabia, fuera de serie. ¿Cómo no iban a ir tras él las demás mujeres? Detestaba las escenas de celos, siempre había juzgado de forma dura las escenas de Gabriel; ahora lo entendía. La herida de los celos era una sensación horrible. Al verlo tan seguro de sí mismo sintió que le rechinaron los dientes. Melisa era una mujer orgullosa, no quería que él evidenciara las inseguridades que la acongojaban todos los días, pues a veces pensaba que no era buena para él. Pero ni loca le haría saber lo que le atormentaba. Forcejeó con la cremallera del vestido, este cayó a sus pies y dejó su cuerpo al descubierto, medias de liguero azul transparente e interiores y sujetador a juego. Entró al vestidor a cambiarse, pero la voz de Gabriel la dejó en su sitio.
―Déjate las medias. Quítate todo lo demás, pero déjate las medias.
Entonces, se giró furiosa y caminó hacia él.
― ¡Por Dios, Gabriel! Estamos hablando de la boda y de lo que pasó en esa dichosa fiesta y tú me hablas de mis medias. Eres un retorcido.
―La boda no está en discusión ―le contestó en tono de voz oscuro―. No tengo nada con Delia ni con ninguna otra, y me molesta que coquetees con cualquier tipejo en cuanto te sientes insegura.
― ¿Insegura yo? ―le interrumpió― ¡Estás loco! Yo no estoy insegura.
―Ja.
―Te lo advierto y te lo repito, Gabriel ―hizo énfasis en las palabras sin dejar de mirarlo―: no  quiero que mires a nadie más. Eres mío. No voy a permitir que otra mujer te ponga las manos encima ―se sulfuró de nuevo―. Me molesta que haya sido precisamente ella. Esa mujer te conoce, sabe qué aspecto tienes desnudo. ¡Me enferma que la hayas tocado!
A continuación entró en el vestidor y salió con una camiseta puesta. Se había dejado las medias.
«Bien», pensó Gabriel para sí. Sonrió nervioso ante sus reclamos… y encantado. ¿Por qué no? Contento de ser por lo menos una vez el que recibiera sus reclamos por celos. La parte de él que sabía que tenía que compartirla con el mundo se regodeaba satisfecha al ver la furia y la posesividad de su mujer, y en ese momento deseó llevársela a la cama y demostrarle con hechos todo lo que sus reclamos obraban en él. Pero no podía. La dejó explayarse mientras observaba el lóbulo de su oreja y se imaginaba posando su boca en el o cuando llegara el momento de quitarle las medias y pudiera acariciar su piel. En ese instante la llenaría de besos hasta detrás de las rodillas, que había descubierto hacía días que era un punto muy sensible. Eso, sí las ganas de poseerla no se atravesaban como si fuera un chaval.
―Ven aquí ―le señaló con voz ronca.
―Ven tú.
Él simplemente sonrió, caminó hasta ella y la atrajo a su pecho. La notaba reticente.
―Me has hecho muy feliz este rato.
Ella lo miró confundida.
―Arrepentido no pareces.
―Me encanta tu reacción. Deseo que me celes, quiero que me celes, nunca te guardes nada.
―Estoy muy molesta ―le dijo ella contra su pecho.
―Lo sé. Discúlpame si te hice sentir mal. No tengo nada con nadie, solo existes tú ―le tomó la cara con las dos manos―. No sé qué me sucede contigo, pero esto que sentiste ahora es lo que siento yo multiplicado por cien, al ver que les sonríes a otras personas. Tengo celos de todos los que te rodean, los que acaparan tu tiempo. Me alegra saber que no soy el único que siente igual.
― ¿Por qué esa desconfianza? Yo nunca te faltaría, no tengo ojos para nadie más. Así ha sido desde que te conozco. Eres el centro de mi vida ¿Por qué no te das cuenta?
―Lo sé mi amor, lo sé. Es algo mío que tengo que resolver.
―Sí, pero eso no quita hierro a lo que discutimos antes, Gabriel. No quiero ver rondando a nadie alrededor tuyo. Esa mujer sabe cómo eres cuando haces el amor. Dime algo, Gabriel. ¿Cómo te sentirías si yo hubiera tenido un amante y me encontraras en actitud cariñosa con él?
Se le ensombreció la mirada.
―No querrás saberlo ―se alejó de ella, y se quitó la chaqueta y la camisa en silencio. Ahora era Melisa la que lo observaba recostada en la puerta. Ambos evitaban la cama. Él se acercó de nuevo a ella, deseaba preguntarle algo, empezaba y declinaba la voz hasta que no se aguantó:
― ¿Hubo alguien en Nueva York?
―No ―respondió ella recordando el beso de Raúl.
―Contestaste muy rápido. No puedo creer que en todo ese tiempo nadie se haya acercado a ti.
―Sí se acercaron, pero no me interesaba ninguno. Hubo un amigo colombiano.
― ¿El amigo colombiano tiene nombre? ―El tono de voz era tranquilo, pero con un sustrato tenso.
―Raúl Carvajal.
― ¿Qué pasó con él? ―preguntó con gesto crispado.
―Lo besé.
                                                    ***
Y las dejo con la intriga de lo que pasa a continuación.